La costumbre contra la tradición

RENE GUENON

por René Guénon – Hemos denunciado en diversas ocasiones la extraña confusión que casi constantemente cometen los modernos entre tradición y costumbre; nuestros contemporáneos, en efecto, ofrecen de buen grado el nombre de «tradición» a todo tipo de cosas que en realidad no son sino simples costumbres, a menudo totalmente insignificantes, y a veces de invención muy reciente: así, es suficiente que no importa quién haya instituido una fiesta profana cualquiera para que ésta, después de algunos años, sea calificada de «tradicional». Este abuso del lenguaje es debido evidentemente a la ignorancia de los modernos con respecto a todo lo que es tradición en el verdadero sentido de la palabra; pero puede también discernirse aquí una manifestación de ese espíritu de «falsificación» al cual ya hemos aludido en tantos otros casos:allí donde no hay tradición, se pretende, consciente o inconscientemente, sustituirla por una especie de parodia, a fin de llenar, por así decir, desde el punto de vista de las apariencias exteriores, el vacío dejado por esta ausencia de la tradición; no es suficiente con decir que la costumbre es completamente diferente de la tradición, pues la verdad es que le es incluso claramente contraria, y sirve en más de una forma a la difusión y al mantenimiento del espíritu anti tradicional.

Lo que ante todo es preciso comprender es esto: todo lo que es de orden tradicional implica esencialmente un elemento «supra-humano»; la costumbre, por el contrario, es algo puramente humano, sea por degeneración, sea desde su origen mismo. En efecto, es necesario distinguir aquí dos casos: en el primero, se trata de cosas que han podido tener en otro tiempo un sentido profundo, a veces incluso un carácter propiamente ritual, pero que lo han perdido completamente debido a que han dejado de estar integradas en un conjunto tradicional, de manera que no son más que «letra muerta» y «superstición» en el sentido etimológico; no comprendiendo ya nadie su razón, son por lo demás, debido a ello,particularmente aptas para deformarse y mezclarse con elementos extraños, que no provienen sino de la fantasía individual o colectiva. Este caso es, muy generalmente, el de las costumbres a las cuales es imposible asignar un origen definido; lo menos que se puede decir es que dan prueba de la pérdida del espíritu tradicional, y en esto pueden parecer más graves como síntoma que por los inconvenientes que presentan en sí mismas. Sin embargo, no deja de haber aquí un doble peligro: por un lado, los hombres llegan a realizar acciones por simple hábito, es decir, de una manera totalmente irreflexiva y sin razón válida, resultado tanto más lamentable cuanto que esta actitud «pasiva» les predispone a recibir toda clase de»sugestiones» sin reaccionar ante ellas; por otro, los adversarios de la tradición, asimilando ésta a esas acciones mecánicas, no dejan de aprovecharse para ponerla en ridículo, de modo que esta confusión, que en algunos no siempre es involuntaria, es utilizada para obstaculizar toda posibilidad de restauración del espíritu tradicional.

El segundo caso es aquel por el cual se puede hablar propiamente de «falsificación»: las costumbres que aquí entran en cuestión son aún, a pesar de todo, vestigios de algo que ha tenido en un principio un carácter tradicional, y, a este título, pueden no parecer aún suficientemente profanas; se tratará entonces, en un estadio posterior, de reemplazarlas tanto como sea posible por otras costumbres, éstas enteramente inventadas, y que serán aceptadas tanto más fácilmente cuanto que los hombres ya están acostumbrados a hacer cosas desprovistas de sentido; es ahí donde interviene la «sugestión» a la cual hemos aludido hace un instante. Cuando un pueblo ha sido apartado del cumplimiento de los ritos tradicionales, es aún posible que sienta lo que le falta y que compruebe la necesidad de retornar a ello; para impedirlo, se le ofrecerán «pseudo-ritos», e incluso se les impondrán si ha lugar a ello; y esta simulación de los ritos es algunas veces llevada tan lejos que no cuesta mucho esfuerzo reconocer la intención formal y apenas disimulada de establecer una especie de «contra-tradición». Hay además, en el mismo orden, otras cosas que, pareciendo más inofensivas,están en realidad lejos de serlo: queremos hablar de las costumbres que afectan a la vida de cada individuo en particular más bien que a la del conjunto de la colectividad; su papel es aún el de reprimir toda actividad ritual o tradicional, sustituyéndola por una preocupación, y no sería exagerado decir incluso una obsesión, hacia una multitud de cosas perfectamente insignificantes, si no de todo punto absurdas, y cuya «pequeñez» misma contribuye poderosamente a la ruina de toda intelectualidad.

Este carácter disolvente de la costumbre puede ser especialmente comprobado de forma directa hoy en día en los países orientales, pues en cuanto a Occidente ya hace mucho tiempo que ha superado el estadio en que era simplemente concebible aún el que todas las acciones humanas pudieran revestir un carácter tradicional; pero, ahí donde la noción de la «vida ordinaria», entendida en el sentido profano que ya hemos explicado en otra ocasión, no está aún generalizada, se puede ver en cierto modo la manera en la cual tal noción llega a tomar cuerpo, y el papel que desempeña la sustitución de la tradición por la costumbre. Es evidente que se trata aquí de una mentalidad que, actualmente al menos, no es la de la mayor parte de los orientales, sino solamente la de aquellos que pueden ser llamados indiferentemente»modernizados» u «occidentalizados», no expresando en el fondo ambas palabras sino una sola y la misma cosa: cuando alguien actúa de una manera que no puede justificar de otro modo más que declarando que «es la costumbre», se puede estar seguro de que se trata de un individuo apartado de su tradición e incapaz de comprenderla; no solamente no cumple los ritos esenciales, sino que, si ha mantenido algunas «formalidades» secundarias, es únicamente «por costumbre» y por razones puramente humanas, entre las cuales la preocupación por la»opinión» tiene frecuentemente un lugar preponderante; y, sobre todo, jamás deja de observar escrupulosamente una multitud de esas costumbres inventadas de las cuales hemos hablado,costumbres que no se distinguen en nada de las necedades que constituyen el vulgar «savoir-vivre» de los occidentales modernos, y que incluso no son a veces sino una imitación pura y simple de éstas.

Lo que es quizá más llamativo en estas costumbres profanas, sea en Oriente o en Occidente,es ese carácter de increíble «pequeñez» que ya hemos mencionado: parece que no apunten a nada más que a retener toda la atención, no solamente sobre cosas completamente exteriores y vacías de todo significado, sino incluso sobre el detalle mismo de estas cosas, en lo que tiene de más banal y más estrecho, lo que es evidentemente uno de los mejores medios que pueden existir para conducir, a aquellos que se someten a ello, a una verdadera atrofia intelectual, de la cual lo que se ha llamado en Occidente la mentalidad «mundana» representa el ejemplo más definido.Aquellos en quienes las preocupaciones de este género llegan a predominar, incluso sin alcanzar este grado extremo, son demasiado manifiestamente incapaces de concebir ninguna realidad de orden profundo; hay aquí una incompatibilidad de tal forma evidente que sería inútil insistir más; está claro además que éstos se encuentran desde entonces encerrados en el círculo de la «vida ordinaria», que no está hecha precisamente sino de un espeso tejido de apariencias exteriores como aquellas sobre las cuales han sido «adiestrados» a ejercer exclusivamente toda su actividad mental. Para ellos, el mundo, podría decirse, ha perdido toda»transparencia», pues no ven nada que sea un signo o una expresión de verdades superiores,e, incluso aunque se les hablara de ese sentido interior de las cosas, no solamente no comprenderían nada, sino que aún empezarían inmediatamente a preguntarse lo que sus semejantes podrían pensar o decir de ellos si acaso llegaran a admitir tal punto de vista, y más aún conformar a él su existencia.

Es en efecto el temor a la «opinión» lo que, más que ninguna otra cosa, permite a la costumbre imponerse como lo hace y tomar el carácter de una verdadera obsesión: el hombre no puede actuar jamás sin algún motivo, legítimo o ilegítimo, y cuando, como es el caso aquí,no puede existir ningún motivo realmente válido, puesto que se trata de acciones que no poseen verdaderamente ningún significado, es preciso que se encuentre en un orden tan contingente y tan desprovisto de todo alcance efectivo como aquel al cual pertenecen estas propias acciones. Se objetará quizás que, para que ello sea posible, es necesario que una opinión ya se haya formado con respecto a las costumbres en cuestión; pero, de hecho, basta con que éstas estén establecidas en un medio muy restringido, aunque no sea en principio sino bajo la forma de una simple «moda», para que este factor pueda entrar en juego; de aquí, las costumbres, estando fijadas por el hecho mismo de que no se ose abstenerse de observarlas,podrán después extenderse cada vez más, y, correlativamente, lo que no era en un principio sino la opinión de algunos acabará por convertirse en lo que es llamado la «opinión pública».Se podría decir que el respeto a la costumbre como tal no es en el fondo distinto al respeto por la sandez humana, pues es ésta lo que, en semejante caso, se expresa naturalmente en la opinión; por otra parte, «hacer como todo el mundo», según la expresión corrientemente empleada a este respecto, y que parece para algunos ocupar el lugar de la razón suficiente para todas sus acciones, es necesariamente asimilarse a lo vulgar y aplicarse en no destacar en modo alguno; sería con seguridad difícil imaginar algo más bajo, y también más contrario ala actitud tradicional, según la cual cada uno debe esforzarse constantemente en elevarse según la medida de sus posibilidades, en lugar de descender hasta esa especie de nada intelectual que traduce una vida completamente inmersa en el cumplimiento de las costumbres más ineptas y en el temor pueril a ser juzgado desfavorablemente por los primeros que aparezcan, es decir, en definitiva, por los necios y los ignorantes.

En los países de tradición árabe, se dice que, en los tiempos antiguos, los hombres no se distinguían entre ellos sino por el conocimiento; después, se tomó en consideración el nacimiento y el parentesco; más tarde aún, la riqueza vino a ser considerada como una señal de superioridad; por fin, en los últimos tiempos, no se juzga a los hombres sino según las solas apariencias exteriores. Es fácil darse cuenta de que ésta es una descripción exacta del sucesivo predominio, en orden descendente, de puntos de vista que son respectivamente los de las cuatro castas, o, si se prefiere, las de las cuatro divisiones naturales a las cuales éstas corresponden. Ahora bien, la costumbre pertenece indudablemente al dominio de las apariencias puramente exteriores, detrás de las cuales no hay nada; observar la costumbre por tener en cuenta una opinión que no aprecia sino tales apariencias es entonces propiamente lo que corresponde a un Shudra.

Cap. IV de Iniciación y Realización Espiritual, Publicado en «Etudes Traditionnelles», Paris, octubre-noviembre de 1945.

Fuente: Nurain Magazine

2 comentarios

  1. «(…) por fin, en los últimos tiempos, no se juzga a los hombres sino según las solas apariencias exteriores»

    Tan así es, que ya no se pregunta ‘quién es ese’ o ‘qué hace’, sino ‘de qué va’.

    El dominio audiovisual ha hecho estragos

Deja un comentario