El combate entre el Espíritu y el Alma

ANTONIO MEDRANO

por Antonio Medrano – Incluimos aquí un capítulo del libro La lucha con el Dragón, concretamente el capítulo 9, en el que se explica el significado simbólico de dicho combate con la bestia infernal. Lo reproducimos en tres partes: 1) el combate  sagrado,  2) el simbolismo del caballo o la cabalgadura del Héroe, 3) el simbolismo de las armas que emplea el Héroe para vencer al dragón.

La vida es combate, guerra incesante, lucha y esfuerzo para alcanzar la meta. Y esto, lo queramos o no; nos guste o nos disguste; nos demos o no cuenta cabal de ello. El hombre es por naturaleza un ser combatiente: nace con una misión luchadora y realiza su destino combatiendo, venciendo obstáculos, resistencias y fuerzas hostiles. Vivir es combatir, pelear a brazo partido para superar las dificultades que surgen en nuestro camino, bregar contra los impedimentos que se oponen a nuestros propósitos y proyectos. No se puede tener una vida auténticamente humana sin pelear duro, de forma valiente y tenaz. Nuestra existencia cobrará sabor y sentido en la medida en que nos impliquemos combativamente en ella.

Vivere militare est, “el vivir es guerrear”, sentencia Séneca en una de sus cartas. Idea que ya encontramos formulada en la Biblia, en el Libro de Job, donde expresamente se afirma: «Milicia es la vida del hombre sobre la tierra».

La gran guerra santa

El mito de la lucha con el dragón nos habla de este guerrear. Pero aquí la lucha tiene sobre todo una proyección interior: es guerra contra uno mismo, combate contra los impedimentos que hay en el propio ser, lucha sin cuartel contra el ego. Se trata de una guerra intestina en la que está en juego aquello que más nos importa -‑o que, al menos, más nos debiera importar‑-, a saber: nuestra libertad, dignidad y felicidad. Un combate interior que será tanto más intenso cuanto mayor sea la nobleza de la persona, cuanto más altas y nobles sean sus aspiraciones. Quien no combate internamente, pierde su vida. Quien no quiera pelear, estará condenado a vivir como un despojo viviente, como un perpetuo derrotado, como un trozo inerte zarandeado por los acontecimientos y por la fatalidad del destino.

Pero la dimensión combativa de la vida alcanza su máximo nivel cuando el vivir se encauza por una vía espiritual, guiado por la luz de la Gnosis o Sabiduría. Entonces, la existencia humana se perfila como una gran batalla o prueba heroica que tiene como objetivo el conocimiento de nosotros mismos, nuestra liberación y realización integral. Una batalla, prueba o trance en que somos al mismo tiempo el héroe liberador, la víctima a liberar y el enemigo a vencer, el tirano a derribar. Contemplada desde una elevada perspectiva espiritual, gnóstica y sapiencial, la vida no es sino eso: guerra en el sendero de Dios por la instauración de la paz, el orden y la armonía; combate por la conquista de nuestra propia Iluminación; lucha por el Conocimiento, por la Sabiduría, por la Visión trascendente que ha de transformar nuestro ser y que nos ha de aportar la felicidad plena; esfuerzo audaz y perseverante para derribar los obstáculos que se interponen entre nosotros y la Realidad; empresa guerrera al servicio de la Luz, esa Luz del Ser y de la Verdad que es suprema fuerza liberadora. Y es de esta gesta heroica interior de lo que nos habla el mito universal de la lucha con el dragón. Pocas imágenes expresan esta idea de modo tan directo, gráfico y vigoroso como la del héroe solar alanceando a la negra bestia del averno.

En la escena mítica en la que se enfrentan el Héroe solar y el monstruo abisal se halla representada, como antes decíamos, la «gran guerra santa», el gran combate espiritual en que se decide el destino último del ser humano. Lo que la doctrina islámica llama al‑jihâd al‑akbar, «gran jihâd» o «jihâd mayor», esto es, el «gran combate» en el cual el enemigo a vencer es el infiel que portamos dentro de nosotros (en contraposición al «jihâd menor» o «pequeña guerra santa», al‑jihâd al‑asghar, que es la guerra exterior contra los infieles). «La lucha del Amor contra la Cólera» de que habla Jakob Böhme, lucha que tiene lugar dentro del alma humana. El gran proceso agónico o «combate espiritual» (geistlicher Streit) que Gichtel, siguiendo los pasos de su maestro, describe como enfrentamiento «entre el Amor y la Cólera, entre la Luz y las Tinieblas, entre el Sí y el No». La «batalla entre las fuerzas opuestas del engaño y de la Bodhi o Iluminación», para decirlo con las palabras de Yasutani‑roshi, maestro zen japonés del presente siglo.

Esa guerra interior se halla figurada en la mitología védica por la guerra entre los devas y los asuras, entre las fuerzas divinas y las fuerzas demoníacas. Ya hemos visto que en la lucha de Indra contra el dragón Vritra, este último representa a los asuras o «anti‑dioses» mientras el primero es el Rey de los devas o dioses, y que tanto uno como el otro simbolizan fuerzas y tendencias presentes dentro del hombre. «Devas y asuras se combaten sin cesar por el dominación del mundo», leemos en la Brihadaranyaka Upanishad. Y este mundo por cuyo dominio luchan las fuerzas de la luz y de las tinieblas es en primer lugar el mundo del hombre, el microcosmos o pequeño mundo en el que se refleja la totalidad de la Creación, con su inmediata repercusión en el mundo que lo rodea, ya sea el mundo social o el mundo natural, el universo o macrocosmos.

En la disciplina del Yoga, en la que como hemos visto se parte de la fórmula mente = ego y se señala como meta la «aniquilación» o «disolución de la mente» (mano‑laya o mano‑nasha), se habla de librar una auténtica «guerra contra la mente». Así Swami Sivananda Sarasvati nos exhorta a lanzarnos al campo de batalla de lo Absoluto; es decir, a emprender la empresa heroica de descubrir y conquistar la Realidad Suprema, el Brahman, que constituye nuestra más honda realidad y nos hace ser lo que somos. Para ello -‑nos dice-‑, debemos convertirnos en «soldados del espíritu», dispuestos a luchar con todas nuestras fuerzas contra las potencias que nos encadenan a Maya, la ilusión cósmica, haciéndonos ver como real lo irreal y como irreal o ilusorio lo verdaderamente real. Y entre estos poderes que nos esclavizan, hace notar Sivananda, figura en primer lugar la mente. Si queremos liberarnos de los lazos de Maya y alcanzar la verdadera libertad, tenemos que ser, por tanto, héroes en la lucha contra el manas. Hay que vencer a la mente egótica, y esto sólo puede lograrse tras duro esfuerzo y enconada lucha.

En la tradición islámica, y especialmente en la doctrina sufí, abundan las referencias a esta guerra santa interior, que los maestros sufíes describen como el combate que se libra contra el «alma carnal» (an‑nafs al‑ammâra). El jihad al‑akbar o «gran combate» es la guerra sin cuartel que quien decida orientar sus pasos por «la Vía» sagrada de la realización espiritual ha de llevar a cabo contra el yo pagano, politeísta e idólatra, adorador de las cosas y de sí mismo. Como señala Seyyed Hossein Nasr, el espíritu combativo al que apela el principio del jihâd va dirigido contra todo lo que niega la Verdad o perturba la armonía; lo cual, aplicado a la propia vida personal, implica  un combate incesante contra las tendencias nocivas y desintegradoras que cada cual porta dentro de sí, «una guerra continua contra el alma carnal (nafs), contra todo aquello que en el hombre tiende a la negación de Dios y Su Voluntad». En su significación interior, es decir, como «gran guerra santa», que es la realmente importante, el jihâd significa «guerra contra todas aquellas tendencias que apartan al alma del Centro y Origen y la alejan de la gracia del Cielo». Es éste un combate que, como enseña Ibn Abbad de Ronda, místico andalusí del siglo XIV, puede durar toda la vida, y en el cual el luchador debe desconfiar de sí mismo y contar únicamente con Dios. En tanto haya una brizna del «yo» que pretende afirmarse al margen del mandato de Dios, deberá proseguir ese «gran combate». Refiriéndose a esta «guerra santa mayor», que considera equivalente al camino sufí, Martin Lings observa que sólo el místico o gnóstico es capaz de llevarla hasta sus últimas consecuencias, pues sólo él «sabe lo que es mantener una oposición metódica a sus posibilidades inferiores y llevar la guerra al territorio enemigo para que el alma entera pueda ser <para Dios>».

El Budismo no es una excepción en esta interpretación combativa de la empresa espiritual. La vía búdica se perfila como un combate, como una empresa guerrera y conquistadora: una guerra sin cuartel por la conquista de la Liberación. La vida del seguidor de Buddha es una lucha continua contra las fuerzas que dentro de él se oponen a la Iluminación, a la realización de la Verdad; una lucha contra la sensualidad, la pasión y la ignorancia, contra todas las impurezas e impedimentos que brotan del ego. En esto, el fiel budista no hace sino seguir el modelo de Sakyamuni, el fundador de esta tradición sagrada. Es éste un extremo puesto en evidencia por Shundo Tachibana en su obra Ethics of Buddhism, el cual tras explicar que Mara es la personificación del mal, según ya vimos, subraya que la vida entera del Buddha «fue una vida de lucha constante contra este mal», como lo fue también la vida de todos sus discípulos. Mara y sus seguidores, sigue diciendo Tachibana, son comparados en los textos budistas a un ejército, cuyo general es precisamente «el Tentador» como mal principal o raíz de todos los males. La orientación guerrera de la disciplina y el ethos budista ha sido resaltada por Julius Evola en su ya clásico estudio sobre «la Vía del Despertar». Evola llama la atención sobre la frecuencia con que en los textos canónicos aparece «la asimilación de la ascesis budista a la guerra y de la cualidad del asceta a las virtudes del guerrero y del héroe».

El Dhammapada abunda en sentencias alusivas al sentido combativo de la vía espiritual. En este antiguo texto sagrado budista aflora por doquier la terminología militar, las referencias al arte de la guerra, lo que constituye un claro índice de esa dimensión de «guerra santa» que adquiere la marcha a lo largo del «Camino del Dharma» (concepto éste de «marcha» que, por cierto, también presenta innegables connotaciones marciales, al igual que el de «disciplina» antes mencionado ). En un párrafo que va dirigido al hombre que se esfuerza en el Camino, Buddha aconseja: «Haciendo que su mente permanezca firme como una fortaleza, luche contra Mara con el arma de la sabiduría; proteja su conquista y no se aparte de ella». Y más adelante, ensalzando el poder espiritual del Sabio o Muni, que sabe guiarse rectamente en la vida, afirma: «Los sabios escapan del mundo derrotando a Mara y su ejército».

En el capítulo de la mencionada obra en el que se traza el perfil del brahmán (brahmin), esto es, del hombre religioso, auténticamente sacerdotal, se alaba su capacidad para perseverar como buen soldado en el camino emprendido y soportar impasible todos los padecimientos y sinsabores que en él encuentre, de su ánimo dispuesto a arrostrar todas las dificultades. De la fuerza interior del brahmin, que le permite sufrir con serenidad toda clase de ataques y ofensas, se dice que «esa fuerza es su ejército». Las fuerzas espirituales que ha conseguido reunir y forjar dentro de sí mismo constituyen el ejército con el que vence a las huestes de Mara.

En el Majjhima‑nikayo se habla de la «batalla contra el gran ejército de la muerte» y se llama al Nirvana, así como a la doctrina que permite alcanzarlo, «supremo triunfo de la batalla». El hombre que sigue la Vía trazada por el Buddha ‑-el cual recibe los epítetos de Héroe, Vencedor o León rugiente‑- es definido como un guerrero o combatiente: «combatiente ario». De él dice el Mahavagga que «es firme, vigoroso, bien plantado, equilibrado, apto para vencer en la batalla». Y en otros textos canónicos se le califica de «asceta luchador de pecho acerado (pugnante)», «audaz que desconoce la vacilación», «héroe vencedor en la batalla»: «un guerrero que es bueno para el rey, bien digno del rey, que es un ornamento del rey». De ahí la importancia que se otorga a la virtud de virya, es decir, la virilidad, la energía combativa, el ánimo luchador, el temple y el arrojo, la fuerza interior, la valentía paciente y tenaz.

Por eso en el Tao-Te-King, que es una obra eminentemente espiritual, sapiencial, con un mensaje sobre todo interior, de realización humana o supra-humana, aparecen de manera recurrente las alusiones a las tácticas de combate y la terminología guerrera. Hasta el punto de que hay quien ha sostenido que en, en realidad, es un tratado sobre estrategia militar.

2.  El combate sacro en la tradición cristiana

No menos abundantes son las alusiones a este combate interior en la tradición cristiana, cuyos primeros vestigios se encuentran tanto en los mismos Evangelios. El mismo Cristo se anuncia como portador de la espada y predicador del combate: «No he venido a traer la paz sino la guerra».

San Pablo nos invita a comportarnos como atletas o héroes de la fe, siguiendo el ejemplo del caudillo y conductor que es Cristo: «Corramos al combate [o la carrera] que tenemos ante nosotros, fijos los ojos en el Jefe iniciador» (Hebreos 12, 1‑2). En su Epístola a los efesios, recurriendo a imágenes semejantes, exhorta a los cristianos a armarse para esta guerra intestina de la que ningún hombre puede librarse. «Revestíos de la armadura de Dios para que podáis sosteneros ante las asechanzas del diablo». Y va enumerando las armas y los arreos que han de hacer al hombre invencible en esta lucha espiritual: la coraza es la justicia, el escudo es la fe, el yelmo es la salud, el cinto es la verdad y la espada es la enseñanza divina. «Mantenéos firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad y revestidos con la coraza de la justicia», aconseja el Apostol de los gentiles, y más adelante agrega: «tomad el yelmo de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios». Armado con tales armas sobrenaturales, podrá el cristiano salir victorioso y «apagar todos los dardos encendidos por el malvado».

«Nuestro corazón es un continuo campo de batalla», proclama San Agustín, quien habla con insistencia de la «guerra interior» y de la «pugna dentro de ti» (pugna intra te ipsum) a la que tiene que hacer frente el seguidor de Cristo. Es un combate incesante en el que no que hay temer nada que venga que venga de fuera, sino tan sólo aquellas solicitaciones que vienen de nuestra propia alma: «Combate sin tregua. No temas a ningún enemigo externo; véncete a ti mismo, y el mundo será vencido». Es tal la importancia de este combate, que sin haberlo experimentado no se puede conocer la entraña del mensaje de Cristo. Por eso la espiritualidad cristiana sólo puede ser entendida por guerreros, por individuos avezados en el combate contra el enemigo interior. «Hablo con luchadores: los guerreros me entienden; no me entiende el que no guerrea», advierte el Obispo de Hipona.

En su breve tratado sobre «la Nueva milicia», dirigido a los caballeros templarios, San Bernardo hace también alusión a esta guerra espiritual cuando resalta que los guerreros del Temple «se dan a un mismo tiempo a dos combates»: por un lado, el combate físico «contra la carne y la sangre», es decir, contra los enemigos de los cristianos, y, por otro lado, «contra los espíritus de malicia que están esparcidos por el aire». Y más adelante, en esta misma línea marcial y combativa, llama a Cristo «el gran Capitán de los ejércitos», poniéndolo de ejemplo para los monjes‑soldados templarios, de los que dice que «son más mansos que los corderos y más feroces que los leones».

A lo largo de toda la literatura cristiana aflora como un tema recurrente este argumento del combate espiritual. En todas las épocas y en todas las lenguas en que se ha expresado el pensamiento cristiano abundan las alegorías sobre el alma como campo de batalla, ya se la describa librando duras contiendas en campo abierto con sus enemigos o sitiada en su castillo por los vicios. Entre los miles de tratados que abordan el asunto, cabría citar la obra Holy War («Guerra Santa») del puritano John Bunyan, el célebre autor de The Pilgrim’s Progress, una de las obras que han tenido mayor éxito editorial en la historia y a la que ya nos hemos referidos en un capítulo anterior, o la Psychomachia («Lucha del alma») del poeta hispano‑romano Aurelio Prudencio, que ejerció un un enorme influjo sobre la creación literaria medieval. Mención especial merece también el libro Lucha interior, del español Melchor Rodriguez de Torres, el cual desarrolla con brillantez, aunque con un tono predominantemente ascético y moral, la idea de la guerra santa interior. En dicha obra el mercedario castellano afirma que la vida de cada uno de nosotros es «pelea entre dos como duelo», porque hay dos fuerzas contrarias que luchan en nosotros mismos. «Días de pelea son los del vivir», dice glosando diversos textos bíblicos, pues en verdad «no hay hora de descanso jamás, ni día sin asaltos o grescas».

Tomás de Kempis se muestra igual de preciso al subrayar la importancia del combate contra uno mismo. «¿Quién tiene mayor combate que el que se esfuerza en vencerse a sí mismo? Este debería ser nuestra ocupación y tarea: vencerse el hombre a sí mismo, y cada día hacerse más fuerte, y aprovechar en mejorarse». Pocas veces de ha expresado con tanta concisión y agudeza la enseñanza espiritual que encierra el simbolismo de la lucha con el dragón como en este párrafo del Kempis. Y resulta interesante comprobar cómo esta exigencia de la lucha contra el propio yo se conecta con el camino del autoconocimiento, al añadirse acto seguido una reflexión sobre la importancia de conocerse a fondo, con sinceridad y humildad. Hablando de la lucha contra la imperfección y la oscuridad, en la misma obra se asevera: «El humilde conocimiento de ti es más cierta senda hacia Dios que escudriñar la profundidad de la ciencia». Con ello, la tarea heroica y guerrera del autovencimiento se coloca bajo el signo de la sabiduría que nos lleva a profundizar en el propio ser. Lo cual viene a corroborar el enlace con el símbolo de la lucha con el dragón, pues no hay que olvidar que la dracomaquia apunta sobre todo a la acción intelectual desfloradora de la propia realidad. Tendremos ocasión de comprobarlo más adelante.

En su copiosa correspondencia, San Francisco de Sales trata en repetidas ocasiones del temple luchador que ha de mantener el cristiano para llegar a su meta. Así, en una de sus cartas escribe: «Esta vida es una guerra continua, y no hay quien pueda decir: yo no soy atacado en absoluto». El Obispo de Ginebra tiene buen cuidado en puntualizar que la paz interior va inseparablemente ligada a la victoria en el combate interior. «La verdadera paz no consiste en no combatir, sino en vencer: los vencidos ya no combaten».

No podía faltar esta visión agónica en la obra de Jakob Böhme, rebosante de una combatividad típicamente germánica y cuyo sello distintivo es el realce que en ella cobra el choque entre los principios contrapuestos del Amor y la Cólera. El cristiano está siempre en lucha, afirma Böhme, el cual advierte una y otra vez que el verdadero seguidor de Cristo no puede enzarzarse en polémicas, disputas, guerras y conflictos con el prójimo, pues ya tiene bastante con su propia lucha personal, que es la lucha decisiva, la que realmente importa. Si alguien quiere renacer, dice el Filósofo teutónico, «tiene que luchar y contender contra sí mismo»; tiene que luchar contra «el viejo Adán» perverso y corrupto, el cual pretende impedir el nacimiento del «nuevo Adán» que ha de nacer de la Virgen: «el viejo Adán en la Cólera de Dios lucha contra el nuevo Adán en el Amor». «El Wille (voluntad o querer) tiene que convertirse en un campeón y pelear contra la voluntad corrompida (der verdorbene Wille) «, para lo cual nuestra voluntad interior, separándose de la razón terrena, deberá sumergirse en la muerte de Cristo. «Si no quieres luchar, tampoco vencerás; te matarán en tu blando lecho. Pues tiene ante sí el hombre un ejército poderoso que combate de continuo contra él».

Esta concepción combativa del Cristianismo reaflora en la obra de Michael Hahn, el último de los grandes representantes de la Teosofía cristiana, en cuya doctrina adquieren especial relieve los conceptos de «fuerza» (Kraft), de “combate” (Ringen) y de «lucha» (Kampf): la fuerza como medio para vencer en el combate y el combate como medio para conseguir la verdadera fuerza. Para Hahn, la vida del cristiano es la de un luchador que pelea por la Sabiduría divina, la de un combatiente que va en pos del Erkenntnis o Conocimiento. Sólo lo que se consigue por medio de la lucha tiene verdadero valor y puede ser duradero, sostiene el místico suabo. Cuanto más duro es el combate y cuanto mayor es la fuerza que en él se pone, mayor es también la fuerza que se consigue, más auténtico y rico es el ser, la realidad o riqueza interior que se recibe de Dios. Cuando el alma busca a Dios con hondura y se decide por Él con toda su voluntad, «se desencadena una gran lucha», y esta lucha es la que le fortalece y le permite descubrir en su propio ser los grandes tesoros del Espíritu. Hahn subraya con insistencia que el hombre sólo puede crecer espiritualmente en la Widerwärtigkeit, esto es, en la pugna de fuerzas donde ha de medir sus fuerzas; es en ese choque o conflicto de fuerzas opuestas, vivido al servicio de Dios, donde se realiza como ser espiritual. Por eso, el camino vital del seguidor de Cristo puede ser definido como un camino de esfuerzo, de guerra incesante: «la lucha por el Conocimiento y la Fuerza de Dios» (das Ringen um Erkenntnis und Kraft Gottes). El premio y la culminación de ese esfuerzo combativo es la Iluminación o Erleuchtung que disipa todas las dudas, incógnitas e incertidumbres; el Auto‑esclarecimiento o Selbsterhellung que nos hace conocernos a nosotros mismos; «la Iluminación por el Espíritu» (die Erleuchtung durch des Geistes) que desvela los más hondos secretos de la vida; «la Visión central» o Zentralschau, en la cual el hombre «ve con el Ojo de Dios». El resultado de todo ello es «una vida en la Fuerza»: una manera de vivir arraigada en la invencible Fuerza o Virtud que dimana de Dios.

Se suele pensar que la lucha a la que aluden los autores cristianos citados es la lucha contra las tentaciones, contra el pecado y las malas inclinaciones, pero su mensaje es mucho más profundo, yendo más allá de cualquier interpretación moralista. Esto es algo que queda bien patente en los lúcidos párrafos de Michael Hahn a los que acabamos de hacer alusión.

3.   La Razón en lucha con la irracionalidad

He aquí lo que queda sintetizado y compendiado, con tremenda fuerza plástica, en la escena mítica en la que el campeón divino se enfrenta al dragón y lo atraviesa de par en par. En ella se halla representado el «gran combate» que en cada ser humano libran el Espíritu y el alma. El héroe encarna la luz del Espíritu, mientras que el dragón simboliza el alma en toda su oscuridad, irracionalidad, deformidad y miseria en tanto no ha recibido la luz espiritual; es decir, el alma dominada por la ilusión egótica, en cuanto campo donde el ego impone su ley y campa por sus respetos; el alma o psique como reducto del amor propio, de la propia voluntad, de la propia opinión o propia razón (opuesta a la Razón universal y que, de hecho, suele desembocar en algo completamente irracional, diseminado en infinidad de sinrazones). Sería difícil encontrar un símbolo que expresara mejor, con mayor fuerza y claridad, esa lucha por la transformación y realización espiritual de la persona.

La Drachenkampf, la lucha del héroe solar con el dragón, representa la lucha del principio liberador contra la tiranía del ego. Es la lucha del Animus contra el anima, del Nous contra la psique, del Intelecto contra el alma carnal, de la Razón superior contra el alma irracional, de la fuerza espiritual contra el elemento anímico y pasional, de la Mente divina (o búdica) contra la mente egótica, terrena, demoníaca y samsárica. En ella se decide la afirmación de la Personalidad metafísica ‑-esto es, el reflejo de la Divinidad en el hombre‑- sobre la individualidad contingente, condicionada y relativa. Como dice Ananda Coomaraswamy, es la «guerra de la Divinidad y del Titán», la lucha entre el «Hombre interior» y el «hombre exterior»; lucha en la cual aquél, el «Hombre interior» o «el Dios dentro de nosotros», se convierte en «el matador del dragón».

En el plano microcósmico, apunta Jean Cooper, la victoria sobre el dragón significa «el hombre venciendo a su naturaleza oscura y consiguiendo el dominio de sí mismo, la self‑mastery«. Es el proceso combativo mediante el cual la parte mejor de nosotros mismos, de ascendencia divina y celeste, impone su dominio y su legítima autoridad sobre la parte inferior, meramente humana y terrena o, peor aún, infernal y demoníaca.

G.A. Gaskell, en su Dictionary of the sacred languages of all scriptures and myths, interpreta el combate del héroe divino con el dragón como una representación emblemática de «la Razón venciendo a la naturaleza inferior de la Emoción» o «la Mente controlando al Deseo». Refiriéndose a la escena de San Jorge que atraviesa con su lanza el cuerpo de la bestia abisal, dice que «el caballo y el jinete significan la inteligencia bajo la dirección de la voluntad» ‑-aunque sería más correcta la interpretación inversa: la inteligencia dirigiendo a la voluntad; pues es a la Luz intelectual a la corresponde el papel dirigente en un orden normal-‑, mientras que el dragón representa «la naturaleza inferior (lower nature) en guerra contra el alma» –desgraciadamente esta última expresión no está muy bien escogida, pues se presta a equívocos, dada su ambigüedad-‑, o «la naturaleza egoísta (selfish nature) que devora al inocente y obstruye la libertad y la justicia». Y en relación con la figura del dios Thor que lucha con la Serpiente de Midgard, Gaskell señala que el primero simboliza «la Mente superior» (the Higher Mind), mientras que la segunda encarna la «mente del deseo» (desire‑mind) que «ciñe a la naturaleza inferior del alma» y «se identifica con los objetos de los sentidos, estando en enemistad con la naturaleza superior». Citando la obra Revelation and Mythology, de Garth Wilkinson, en la que el autor compara la Serpiente de Midgard con la serpiente bíblica, Gaskell llega a la conclusión de que en ambas está plasmada «la mente sensual» en la que reside «el amor propio».

Para Leopold Ziegler, la Drachenkampf simboliza la lucha de la Lichtseele, «Alma luminosa» o «Alma de luz», contra la Dunkelseele, «alma oscura» o «alma de las tinieblas». Ziegler habla, en este sentido, de «la Drachenkampf del Hijo con la Madre, del Dios con el demonio del caos o Dämon‑Chaos«; significando «el Hijo», la potencia luminosa, el Espíritu o Animus, el Sol invictus, la vida espiritual consciente, y «la Madre», lo oscuro o turbio, el instinto o impulso sensual (der Trieb), el alma o anima, la influencia todopoderosa de la concupiscencia, la vida confusa de la inconsciencia y el sueño. El camino de la Drachenkampf no sería, pues, otro que «el camino del Sonnenhelden o héroe solar», el «camino del Hijo» que es un “sendero real” o «camino regio» (Königsweg) y un «camino de luz» (Lichtweg), a través del cual la trama existencial descendente se transforma en otra radicalmente opuesta, de signo ascendente: el «sendero de la Verdad», que es una misma cosa con el Tao y que es también el Heilsweg, «el sendero de la salud o salvación del alma»; sendero que conduce al «Centro áureo» de la vida.

Esta significación resalta con especial claridad en el combate que Apolo, el dios de la sabiduría délfica, personificación de la Luz intelectual, del Sol sobrenatural y de la Razón divina, libra contra el dragón‑serpiente Pitón. El hecho de que Apolo sea, como señala Walter Otto, «el noble pregonero de la prudencia, del autoconocimiento, de la mesura y del orden razonable», da un claro sentido a su victoria sobre el monstruo que surge de las profundidades de la tierra. Otro tanto puede decirse de la derrota que el gigante-dragón Encélado sufre a manos de Atenea, la diosa sabia, inteligente y prudente por excelencia en el panteón griego. Igualmente evidente resulta tal significado, de victoria intelectiva sobre la monstruosidad y oscuridad de la ignorancia, en el triunfo que Marduk obtiene al aplastar a  la tumultuosa Tiamat y su ejército de monstruos, triunfo del que se ha dicho significa «la preponderancia de la Sabiduría ‑-es decir, de la inteligencia‑- sobre el caos».

El mismo esquema encontramos en el mito egipcio, donde Horus el alcón divino,  el ave solar que lucha al servicio de Ra, representa los altos vuelos de la inteligencia, identificada con la Verdad y con el orden cósmico, los cuales defiende de las insidias de potencias tifónicas. Para Thomas Milton Stewart, Ra simboliza la Conciencia, “la primera manifestación de Amón”, el Ser supremo, que hace ver lo que es justo y correcto, mientras que Horus, cuyo nombre significa “Lo que está arriba, encarna la Inteligencia despierta, iluminada, que sabe ponerse siempre del lado del bien. Por eso su emblema es el alcón, que sobresale todos los pájaros por la agudeza de su mirada y por la rapidez de su vuelo. De ahí también que en los grandes combates del miro tenga un protagonismo especial “el Ojo de Horus”, que no es otra cosa que “el Ojo de la Mente”. Los enemigos de Ra, por el contrario, representan todo aquello que se opone al recto orden: las fuerzas de la ignorancia, el egoísmo, la intemperancia, los vicios y las pasiones. Resulta, pues, claro cuál es el significado de la victoria de Horus sobre Apep y Set, victoria que queda sellada por el disco solar alado.

En términos similares se expresa Plutarco, cuando, explicando el significado del combate que en la antigua religión egipcia tiene lugar entre Osiris y Tifón (o, lo que viene a ser lo mismo, entre Horus y Set), afirma que el primero encarna la inteligencia y la razón, mientras que el segundo representa lo que en el alma hay de «apasionado, subversivo, irracional e impuro»; en suma, lo que no tiene medida ni orden.

Idéntica interpretación es la que han ofrecido los más autorizados exegetas de la espiritualidad hindú de la lucha entre el Indra indo‑ario y el dragón Vritra. «El Dios de la Mente iluminada» llama a Indra la mística hindú Ma Suryananda Lakshmi, mientras que de sus colaboradores divinos, los Maruts, dioses védicos de la tormenta, dice que son «los corceles inteligentes de Indra, los arranques o impulsos vencedores de la mente esclarecida, las fuerzas vigorosas de la piedad que conducen al samâdhi, a la visión de la verdad».

El héroe o dios que alancea al monstruo y le da muerte o somete, encarna el principio vertical, el elemento viril y solar, el núcleo activo de la persona (reflejo de la Actividad divina y eterna), la potencia luminosa de lo alto que libera y purifica la realidad terrena. Es el Espíritu, el Intelecto, el Sol interior, el «Gran Yo» o «Yo verdadero» (Dai‑ga o Shin‑ga de las artes marciales y de la tradición budista japonesa), la Personalidad metafísica, el núcleo deiforme e inmortal de nuestro ser. El Logos o Principio divino dentro de nosotros, que, con su poder iluminador, da orden y unidad a la confusa y desordenada multiplicidad de nuestra vida individual, transformando así el caos en cosmos.

Ese guerrero que combate erguido y con las armas en la mano, sin inmutarse por las bélicas vicisitudes que afronta, es el piloto y jefe interior, el enviado del Cielo, el Hijo del Sol o Rey supremo que aniquila cualquier forma de tumulto o rebeldía titánica que pueda surgir en nuestro propio ser. Protegido de los dioses, montado sobre su cabalgadura blanca y recubierto de su reluciente coraza, irrumpe como mensajero de la Divinidad, derribando los obstáculos que, por obra de las males artes del ego, se interponen en el camino que conduce a nuestra meta última.

El caballero o combatiente solar que se presenta a la vez como Drachenkämpfer y Drachenbesieger, como luchador contra el dragón y como su vencedor, encarna, por tanto, el héroe interior que nos impulsa a ser lo que debemos ser, que nos alienta a permanecer fieles a nuestro más alto destino y a nuestra más noble misión. En él está representado el principio heroico que, cual amigo íntimo ‑-como el Mitra matador del toro, el dios invicto, personificación divina de la amistad y la lealtad-‑, nos transforma desde nuestras más hondas raíces para permitirnos llegar a ser lo que en esencia somos y alcanzar así el fin supremo de la vida, de acuerdo al apotegma tradicional que aconseja «sé lo que eres», werde was du bist.

Frente a él, el dragón materializa el elemento pasivo y servil, la naturaleza pasional, la sustancia femenina y material, el principio ctónico‑lunar, el poder del caos y las tinieblas, la horizontalidad existencial que en todas las tradiciones aparece representada por el agua y la tierra (símbolo ambas, como hemos visto, de la femineidad, con todo lo que ésta implica  de ligazón simbólica con la materia informe, de receptividad y pasividad frente al poder creador del Espíritu). Es el fondo magmático del psiquismo, el seno materno del propio ser que ha de recibir la acción creadora de lo alto, del principio paterno, acción de la cual habrá de surgir el cosmos personal. Es decir, el mundo de la psique, de los instintos y sentimientos, de las pasiones y los impulsos irracionales, de la mente desordenada y sin control, donde se oculta el enemigo del hombre.

Filón de Alejandría supo ofrecer una de las más atinadas interpretaciones de este mito, interpretación en la que confluyen la sapiencia griega y la sabiduría bíblica. Según el sabio hebreo, la ofimaquia o drakomaquia es el combate que en el interior del ser humano libra el núcleo viril que es el Espíritu (Pneuma, Ruah), el Nous o Logos, el Intelecto o Razón, contra la entidad femenina que es el alma (psiche, nefesh), la cual, siendo irracional y terrena, se ve fácilmente aprisionada por el placer que se enrosca como una serpiente en torno a ella. Es, dice Filón, «una batalla implacable, una guerra sin tregua contra la intemperancia y el placer». El dragón o serpiente es, en opinión del filósofo helenista, la hedoné, la concupiscencia o sensualidad, «la irracional rebeldía del alma» que lleva en sí misma el veneno.

Si el caballero o héroe solar representa la Personalidad metafísica, el «Hombre interior», el «Yo real» o «Gran Yo», el dragón, por el contrario, simboliza la individualidad contingente, el hombre exterior, el yo psico‑físico, el «pequeño yo» o «yo falso» (el Nin‑ga del Budismo Mahayana nipón), el yo efímero y condicionado. Este último es el alma individual, lo que Rumi llama «el alma carnal oscura», la cual, en el hombre ordinario, se alza contra el Intelecto y el Espíritu, con la pretensión de asfixiarlo y ocupar su puesto. Es el tirano que impone violenta y arbitrariamente su ley en nuestra vida, haciéndonos creer erróneamente que en él está nuestro ser auténtico. Por eso, la muerte del dragón significa la extinción del alma individual, paso previo para el triunfo del Espíritu y para la realización integral del ser humano.

4.    La guerra de las guerras

Esta guerra contra «el antiguo dragón» es, según Santa Hildegarda de Bingen, «la guerra de las guerras» o «el combate de los combates», der Krieg der Kriege. Pero Santa Hildegarda no deja de señalar, en tono reconfortante, que Dios ha dado al hombre la fuerza necesaria para vencer a su enemigo en tan tremenda batalla. La santa alemana veía simbolizada esta potencia victoriosa, que Dios entregó a Adán tras la caída, en la figura apocalíptica del caballero montado sobre un caballo blanco y armado de un arco para vencer. «Miré y vi un caballo blanco, y el que montaba sobre él tenía un arco, y le fue dada una corona, y salió vencedor, para que venciese».

Son muchos los autores cristianos que han visto en las luchas relatadas en el Apocalipsis una alusión al combate que tiene lugar dentro del alma humana. Es, por ejemplo, el caso de Gichtel, para el cual esta guerra sin cuartel que cada hombre ha de librar contra el dragón que lleva dentro de sí tiene su antecedente y modelo, su representación simbólica y arquetípica, en la guerra enfrenta a San Miguel Arcángel con el rebelde Lucifer, ya convertido en dragón. Es la misma lucha ‑-sostiene el autor de Theosophia práctica‑- que ya se libró en el Cielo, antes de la Creación del mundo, primero en el campo de la propia voluntad de Lucifer -‑lucha interna de la cual este último salió derrotado, pues no supo dar la respuesta adecuada, sabia y humilde, quedando desde entonces convertido en Satanás-‑, y después entre este último, en su condición de «Príncipe furioso de la Cólera», seguido por los ángeles rebeldes, y San Miguel, como heraldo del Amor y de la Luz, puesto al mando de los ejércitos celestiales formados por los ángeles fieles.

Gichtel subraya con especial énfasis que este «combate espiritual» contra el dragón, descrito en el capítulo 12 del Apocalipsis, no acabó con la derrota y caída definitiva de Satanás, sino que se ha continuado a lo largo de los tiempos: «se prolonga desde Adán hasta el presente, y en los creyentes se prolongará incluso hasta el fin». No es, pues, un combate que tuviera lugar en un lejano y etéreo pasado mítico, sino que tiene un valor actualísimo y se repite en la vida de cada ser humano. Nadie puede escapar a ese combate, que es el trasfondo y el meollo mismo de nuestra existencia aquí sobre la tierra. Nadie es digno de llamarse en verdad cristiano si no ha sabido lanzarse al mismo con arrojo, si no ha «vencido y sometido a sus enemigos, que son también los enemigos de Cristo, con la fuerza de Jesús». Gichtel deja bien claro que no es fácil para cualquiera entender el misterioso y profundo significado de esta guerra interior, captar todas su implicaciones, sus vicisitudes y sus consecuencias. Es este un combate tan extraordinario, tan «oculto e insólito» -‑afirma el místico alemán‑-, que sólo pueden comprenderlo quienes en él hayan participado, cumpliendo con su deber sin desfallecer.

Ya hemos visto como Jakob Böhme y William Law insisten en estas mismas ideas, concibiendo a la Bestia y al Anticristo como una representación del yo en rebeldía contra el orden divino. Recurriendo a una terminología ya antes utilizada, y que contiene un hondo simbolismo, cabría interpretar dicho combate interior como aquel que dentro de cada uno de nosotros libran “el hombre viejo” y “el Hombre nuevo”, identificándose este último con “el Cristo interior” o “el Segundo Adán”.
En este gran combate de la vida, según indica Sor María de Ágreda, la gran visionaria castellana, se ven implicadas todas las facultades y dimensiones del ser humano. En ella intervienen tanto la inteligencia como la voluntad, tanto la razón como el sentimiento, al igual que ocurrió en la batalla entre San Miguel y el dragón, donde «se peleaba con los entendimientos y voluntades». Todas las fuerzas son necesarias para vencer al dragón, el cual trata, a su vez, de apoderarse de todas ellas, de destruirlas y corromperlas, de infectarlas con su veneno y ponerlas a su servicio.

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[ NOTA:  Seguirán los apartados 5 y 6 dedicados al simbolismo del caballo]

Decir «propia voluntad» es tanto como decir propio deseo, propio capricho, decisión o elección guiada únicamente por la propia opinión irresponsable y antojadiza, contraria o al menos indiferente a la Verdad.

Fuente: La web de Antonio Medrano.

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