por Javier Ruiz Portella – Sin Proyecto no se va a ningún sitio. Pero sólo hay —hoy por hoy— tres Proyectos: liberal-capitalismo, socialismo y fascismo. Nombrar a este último es nombrar la bicha: ésa que nos estremece con un miedo atávico. Pero ¿y si el fascismo tuviera dos rostros? ¿Y si hubiera algo rescatable y hasta notable en él (en el italiano, no en su aliado en la guerra)? También, es cierto, los otros dos Proyectos tienen algún punto rescatable y que aquí (aunque de pasada: no son ellos el tema) se rescata.
«Nos hallamos en la encrucijada entre dos épocas, cuya importancia corresponde, más o menos, al paso de la edad de piedra a la edad de los metales». Ernst Jünger.
Nunca había sentido nada parecido. Nunca, como aquella noche en Roma, había experimentado tan de cerca la fuerza viva de lo que significa ser, existir envuelto en el ámbito de una comunidad. Y una comunidad no es una suma de gente, no es un agregado, por ejemplo, de amigos y conocidos a los que mueven ideas e inquietudes afines. Una comunidad es un destino impulsado por todo un proyecto existencial, histórico, político… Nunca como aquella noche —mientras Sébastien y Adriano iban desgranando ante mis ojos asombrados los diez años de existencia de CasaPound— había sentido lo que significa no estar solo en el mundo.
Como hoy lo estamos todos.
Pero como no lo estaba nadie cuando Roma era Roma, cuando Grecia era Grecia, cuando Florencia era Florencia: cuando los hombres eran hombres —individuos afirmados en su más alta personalidad— gracias a ser y sentirse parte indisoluble del gran Todo —polis, romanitas, cità…—. Es decir, cuando los hombres formaban parte substancial del entrelazado Todo que daba sentido a quienes nada tenían que ver con los borregos gregarios del individualismo de hoy, esos hombres masa que tiemblan temerosos de ser engullidos por el Todo sin el que nadie puede ser nada; ese Todo, desaparecido el cual, todo, en efecto, se nos convierte en Nada.
Volvamos a la comunidad cuya presencia me impactó tanto aquella noche romana. Me apresuro, sin embargo, a reconocerlo. Es cierto, no os ofendáis, amigos… También con vosotros —en Francia sobre todo, también en España, aunque aquí sois menos— he sentido a veces algo parecido. Por ejemplo, y muy especialmente, en la ceremonia en la que despedimos el pasado mes de mayo a Dominique Venner. (Por eso también se sacrificó nuestro amigo: para que pudiéramos experimentar algo parecido, para que, al menos un día, supiéramos lo que es estar juntos, proyectados, emplazados ante la historia.)
Al menos un día… Ahí está la diferencia. Porque una vez concluida aquella ceremonia, no nos quedó más remedio que volver a casa, seguir encerrados en esa soledad en la que no alienta ningún verdadero Proyecto; en esa soledad a la que envuelven, sin embargo, mil ideas, mil inquietudes, mil denuncias… Absolutamente justas, bien elaboradas, indispensables.
Y absolutamente insuficientes.
Porque las ideas no bastan si se quedan en ideas, si no desembocan en un Proyecto, en una Imagen que permita visualizar, hacerse una idea del mundo por cuya realización se lucha. Un Proyecto, una Imagen: no hablo de programas, de objetivos precisos —eso ya llegará cuando tenga que llegar. Hablo de un Proyecto que no se limite a denunciar la plutocracia y su usura, la fealdad y su vulgaridad, el sinsentido y su absurdidad, el igualitarismo y su inanidad.
Hablo de un Proyecto que nos muestre qué poner en su lugar.
Y no hay tal Proyecto, dejémonos de tonterías. Cojamos por una vez el toro por los cuernos y reconozcámoslo: nadie tiene un Proyecto, nadie puede dar una imagen del mundo que un día —suceda cuando suceda— desbancará al actual. Porque de eso se trata: de cambiar de mundo —de sensibilidad, de sueños, de principios, de anhelos…—; no sólo de sustituir gobiernos, no sólo de modificar políticas.
Digámoslo de otro modo. No basta con denunciar los desmanes de ese mundo tan in‑mundo que ya casi ni es mundo. No basta con decir NO. Hay que decir SÍ. Pero ¿cómo decir SÍ cuando nadie sabe con qué llenar el SÍ?
En CasaPound lo saben. Ellos sí tienen un Proyecto, una Imagen del mundo por el que luchar. Y lo ofrecen, y actúan movidos por él. Por ese Proyecto del que extraen toda su fuerza.
Pero del que extraen también toda su debilidad.
Porque este Proyecto tiene un nombre. Y este nombre es infame. O como tal lo considera nuestra sociedad (y en el ámbito de la Polis, da lo mismo que algo sea infame o sea considerado como tal). El nombre de este Proyecto sobre el que se alza CasaPound no es otro que el de fascismo.
Una cosa es Italia, y otra, España y Alemania
El fascismo… Basta pronunciar la palabra maldita, basta echarle una mirada curiosa y desprejuiciada para que pueda haber lectores que cierren ya el ordenador o, si las tienen en papel, echen a la papelera estas páginas.
Quienes aún no lo hayan hecho, quienes estén dispuestos a dejar los prejuicios en el armario (sólo un instante; ya veremos luego si se confirman o no), que sigan leyendo.
Preguntémonos: ¿cómo es posible que, setenta años después de haber sufrido la más clamorosa de las derrotas, un régimen…, no, todo un sistema político, cultural, social, toda una visión del mundo, siga despertando el odio furibundo de unos y sirviendo de inspiración entusiasta a otros?
Cuidado, ¿entre quiénes y dónde despierta tales odios y tales simpatías? Porque una cosa es Italia (donde un 40 por ciento de las respuestas dadas a un reciente sondeo reconocían, por ejemplo, «las realizaciones positivas» efectuadas durante el Ventenniode 1922 a 1943), y otra cosa muy distinta es España o Alemania, donde, ante igual pregunta, bastarían los dedos de una mano (y aún sobrarían) para contar el porcentaje de respuestas positivas. Y ello suponiendo —a eso iba— que aquella cosa anquilosada y enjuta —el nacionalcatolicismo franquista— tuviera algo que ver con el fascismo que buscaba un impulso heroico, innovador, jubiloso, al tiempo que se reclamaba de algo tan opuesto al cristianismo como la Roma imperial. Y suponiendo —a eso iba también, y la cuestión es mucho más capital— que el delirio racista del nacionalsocialismo, junto con su rabia expansionista, aniquiladora de pueblos, pueda ser equiparado con el fascismo de Mussolini.
Volveremos sobre esta cuestión. Pero una sospecha aparece ya ante nosotros. Intentemos aclararla. Si setenta años después la situación es tan profundamente distinta en Italia y Alemania, ¿no será que una cosa fue Hitler y otra, Mussolini? ¿No será que la experiencia histórica de ambos países es profunda, radicalmente distinta? ¿No será también que la maldición que pesa sobre el fascismo no puede reducirse, contrariamente a lo que pretenden algunos, a la damnatio memoriæ que practicaron sobre él —es indiscutible—sus vencedores? [1] ¿No será, en una palabra, que los pueblos son menos imbéciles de lo que tantas veces aparentan, y que quienes vivieron de cerca las respectivas experiencias del nazismo y del fascismo saben muy bien a qué atenerse?>
¿A qué atenerse? ¿Qué destacar? ¿Qué retener como núcleo central en el caso —atengámonos por ahora a él— del fascismo italiano?
Una palabra parece esencial: vertebrar. Dar forma a lo informe, ensamblar lo disgregado, dar sentido a lo que en el mundo moderno lo ha perdido: he ahí el objetivo que subyace a todo. Dar sentido…, pero no cualquiera: a fin de cuentas, también la vulgaridad, las mercancías, el dinero… dan «sentido» —llamémoslo así— al mundo de los mercachifles. Lo que buscaba el fascismo italiano era desplegar un sentido en el que primara lo grande, lo heroico, lo bello, lo hermoso.
¿Lo encontró?… Y si lo encontró en un momento dado —la experiencia de Fiume (ya lo explicaremos) es un buen ejemplo de ello—, ¿no lo perdió después?
Las dos caras del fascismo
Una pregunta se impone. ¿Qué pretendo pisando arenas tan movedizas, adentrándome en campos tan minados? No los piso con ánimo historiográfico. ¿Lo hago acaso porque, habiendo conocido en Roma a esa encantadora gente de CasaPound, me han dado ganas de discutir con ellos? No exactamente. Lo hago por una razón mucho más sencilla: porque el fascismo —o, mejor dicho, la imagen que de él está grabada a fuego en nuestro imaginario colectivo— constituye el principal obstáculo que se alza hoy en el camino de cualquier verdadera transformación de nuestra existencia colectiva. (El comunismo – con su fracaso, sus horrores… y algo, sin embargo, que rescatar en él – también constituye, es cierto, el otro gran obstáculo; de él se hablará, aunque de pasada, más adelante.)
Vertebrar el mundo, decía… Desvertebrado (y desquiciado) sigue estando hoy. Sacarlo de ahí, darle sentido, imprimirle este alto rumbo sin el que todo se va a pique: he ahí, hoy como ayer, la tarea. Y si la experiencia fascista fracasó, si su rumbo parece haberse convertido en cosa infame, ¿cómo no va ello a contaminar, a impedir, cualquier ansia de nueva vertebración? Más concretamente, si ayer la Nación —ese nuevo gran principio integrador— se convirtió en nacionalismo expansionista, en fanatismo patriotero y —¡la guinda!— en racismo aniquilador, ¿cómo hablar hoy de la Nación como Comunidad popular (Volksgemeinschaft), o de la patria como unidad de destino en la historia: ese destino superior al que servir? Tomemos otro ejemplo. Si hablamos de combatir —hay que hacerlo, es imperativo— la degeneración que sufre nuestro «arte» contemporáneo convertido en feísmo, ¿cómo arremeter contra tal degeneración cuando a aquellos malditos les dio por considerar nada menos que al expresionismo como «arte degenerado» (Entartete Kunst) al que combatir?
Los dos ejemplos anteriores remiten a términos en alemán —y no es por casualidad. Mientras a un lado de los Alpes se prohibían o quemaban, entre tantas otras cosas, los cuadros de la vanguardia expresionista, al otro lado no sólo no se quemaba nada (sí, de acuerdo, hubo censura; pero escasa), sino que se ensalzaban las obras de la vanguardia futurista.[2] Mientras a un lado se desataban las furias del delirio racista, al otro lado (y hasta las nefastas leyes raciales de 1938 promulgadas por Mussolini para congraciarse con su aliado) los judíos participaban incluso en altas funciones institucionales. Mientras, para los unos, la Nación se convertía en zafio engreimiento y en contundente expansionismo, la misma Nación —la misma piedra angular— se circunscribía para los otros a todo un ritual de desfiles cuya simbología no ponía en jaque a ningún otro pueblo europeo.
Y sin embargo… ¡Hay que ver cómo gritaba el Duce arengando a las multitudes agolpadas en piazza Venezia! ¡Cuánto fanatismo latía en aquellas concentraciones multitudinarias! Es cierto, es cierto… Pero vayamos con cuidado con nuestros remilgos y exquisiteces. Puede que no quede más remedio que prorrumpir en tal tipo de gritos, puede que haya que recurrir a tal clase de simplezas cuando de lo que se trata es de movilizar a una opinión pública que sólo es capaz de actuar aguijoneada con consignas simples, contundentes, vulgares. En cualquier caso, si hubiera que elegir entre aquellos gritos histriónicos de ayer y esa sonrisita pánfila (e hipócrita) de nuestros dirigentes de hoy, la verdad es que…
No hubo libertad, es cierto, para quienes se oponían al fascismo. ¿La hay acaso, en nuestro liberal-capitalismo para quienes se oponen a él?
Claro que la hay, y en ello reside toda la grandeza del Sistema. ¿Toda la grandeza?… ¿Seguro?… Que el asunto es grande, no cabe la menor duda. Pero lo realmente grande, ¿no es más bien la coartada que, mediante la libertad de expresión, consigue establecer el más capcioso de los sistemas?
La coartada es sutil, maquiavélica: nunca a ningún poder se le había ocurrido nada parecido. No estoy hablando de la libertad de la que disfrutan los defensores del orden establecido. Concedérsela no tiene mayor mérito: en últimas, todos dicen o defienden lo mismo —aunque desde ópticas distintas. Hablo de la libertad que también se otorga a oponentes y rebeldes, a esos auténticos adversarios a los que se deja revolotear —patalear es la palabra— en los márgenes de la Ciudad: ahí donde, desprovistos de medios económicos y mediáticos, les será imposible ejercer la menor influencia real.
El invento —decía— es maquiavélicamente refinado. Por un lado, la ley garantiza la libertad de todos, rebeldes incluidos. Por otro lado, la realidad —la del mastodóntico poder económico y mediático— restringe la libertad de rebeldes y oponentes a patalear entre algodonosas nubes de Nada. A través de ellas resuena, vacua y engañosa, la palabra que todos repiten en coro: ¡Libertad, libertad!…[3]
¿Para qué darle tantas vueltas al fascismo?
Criticar nuestra democracia porque convierte en hipócrita y vacío su principio primero, ¿implica ello defender el autoritarismo fascista? En absoluto. Lo único que implica es reconocer que el fascismo careció al menos de la hipocresía que anida en otros lugares. Jamás pretendió el Duce que iba a dar libertad a sus enemigos. Y no se la dio.
Nada nuevo hay en una actitud tan vieja como el mundo. Es la adoptada por todos los de regímenes de la historia (democracia griega incluida) hasta que se produjo el hecho quizá más revolucionario de todos: surgieron los grandes medios de comunicación de masas. No pudiendo la mayoría de los mortales tener en ellos expresión, a todos se les otorgó el derecho a la libertad de expresión.
Por las razones que fuera, Mussolini excluyó tal posibilidad. La consecuencia cayó de forma fulminante: la cara autoritaria, despótica, es la que envuelve hoy, como única marca, al fascismo italiano. Es ella la que impide ver su otra cara: aquella de la que Fiume constituye la expresión más acabada.[4]
Fiume, esa experiencia libertaria y hasta libertina. Fiume, cuya Constitución proclamaba que la Música es «principio fundamental del Estado». Fiume, con su «vendaval de liberación dionisíaca —escribe Adriano Erriguel—, […] en el que se daban la mano la política y el misticismo, la utopía y la violencia, la revolución y Dadá». Fiume, con sus «medidas de democracia directa, su mecanismo de renovación continua del liderazgo, su limitación del […] derecho a la propiedad privada, su completa igualdad de las mujeres, su laicismo en la escuela, su libertad absoluta de cultos, su sistema completo de seguridad social».
Pero había, es indudable, la otra cara… La que, iniciada en 1924 con el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti, se ha convertido hoy, para la inmensa mayoría, en el único rostro del fascismo italiano.[5]
¿Por qué ha quedado todo reducido a este rostro execrable? ¿Por el enorme esfuerzo de propaganda que emprendieron —y siguen emprendiendo— quienes ganaron la guerra? En parte es indudable. Pero cuando una imagen cala tan hondo en el imaginario colectivo resulta absurdo pretender reducirlo todo a los efectos de la propaganda. Los pueblos —decíamos antes— tampoco son tan imbéciles como suelen aparentar.
La conclusión parece evidente. De las dos caras en cuestión, una merece ser rescatada; la otra, echada por la borda. Ahora bien, vistas las connotaciones que despierta la mera palabra «fascismo», ¿no sería mejor olvidarse de sus dos caras, hacer borrón y cuenta nueva, inventar algo nuevo?
Desde luego que hay que inventar algo nuevo. De eso se trata: no de regresar a lo que ayer en parte triunfó y en parte fracasó. ¿Para qué entonces darle tantas vueltas a la cuestión del fascismo?
Para tener algo consistente a lo que agarrarnos —me contestaban mis amigos de CasaPound—. Para que todo no se quede como volatilizado en una nebulosa de ideas y teorías; para que un Proyecto —y Proyecto refrendado por su anclaje histórico— venga a dar marchamo de realidad a lo que, de lo contrario, se queda perdido en ideas y teorías, venían ellos a decirme cuando me hablaban de la necesidad de invocar la impronta del Ventennio para mantener vivo el espíritu militante, encendida la llama entre su gente.
Pero el precio pagado es muy alto, altísimo. Es cierto que en Italia, donde «la cara amable» del fascismo ha dejado su impronta en la memoria colectiva, este precio es notablemente inferior. Pero incluso ahí, invocar el fascismo de la forma en que lo hace CasaPound implica ponerse grilletes en los pies, colocarse un techo social prácticamente imposible de superar.
Dejemos, sin embargo, tal discusión. No se trata de dar lecciones a quienes han sido capaces desarrollar un movimiento social, cultural y político —el único: no hay nada parecido— tan importante como desprovisto del sectarismo, el fanatismo y la automarginación que caracteriza a esas especies de pandas de frikis que, envueltas en altisonante logorrea (e infiltradas de policías), pululan por ahí.
No se trata de dar lecciones. Tampoco de regresar a lo que fue. Se trata de inventar algo nuevo, de poner en pie un Proyecto que dé imagen, plasmación, forma, a todo ese fermento de ideas, ansias, esperanzas… que están ahí, que bullen, oscuras y agazapadas aún, pero anhelantes también. Un Proyecto innovador. Pero un Proyecto que tampoco puede dejar de lado lo que quepa rescatar de los tres grandes Proyectos de la modernidad. Unos Proyectos —lo recordaba recientemente el pensador ruso Alejandro Duguin— que sólo han sido y siguen siendo tres: liberal-capitalismo, socialismo y fascismo.
Dejemos de lado, un instante, sus miserias. Limitémonos a lo que pueda haber de rescatable en cada uno de ellos.
Ya nos referimos antes a la «grandeza» que impregna al liberal-capitalismo. Lo hicimos de forma irónica, hablando de la Gran Coartada que se esconde tras el principio —libertad de opinión— que constituye su pilar. Pero si dicha coartada puede funcionar, si ha alcanzado semejante éxito, es por una sencilla razón: lo que está implicado en ella es más, mucho más que un simple subterfugio. Es, al mismo tiempo, la expresión del más legítimo, casi atávico, de los anhelos: el de tener el derecho de poder decirlo todo, reflexionarlo todo, criticarlo todo. Derecho que se convierte, es cierto, en derecho a la pataleta para quienes, no allegados a los demás principios del Sistema, carecen de los medios económicos y mediáticos de ejercerlo con un mínimo de eficacia. Pero ahí está el principio: plantado, arraigado en nuestras almas; ese principio que implica que nada está dado una vez por todas, que todo puede ser discutido, debatido; que nadie, por tanto, puede ser perseguido por defender sus ideas: ese principio que es imperativo rescatar y preservar a toda costa. Con una sola condición: que no nos lleve a enfangarnos en el lodazal nihilista en el que todo vale y nada importa.
¿Hay algo que rescatar en ese socialismo que tiene al liberal-capitalismo como a su principal enemigo y que, sin embargo, comulga tanto con su materialismo como con su individualismo? (Las masas que el socialismo agita no son las de un pueblo orgánicamente unido: son las de unos átomos movidos y enfrentados por sus exclusivos intereses de clase.) Sí, también hay algo que rescatar en el socialismo (en el de verdad, en el revolucionario: no en esa socialdemocracia que se ha transformado hoy en la más progre de las pijerías). Lo que se impone rescatar no es otra cosa que el afán primero del socialismo: su impugnación del capitalismo, de sus desmanes, de su codicia, de su «usura», como decía Ezra Pound. Sí, hay que impugnar el capitalismo, hay que combatirlo; pero sobre la base de postulados y principios que nada tienen que ver con los del igualitarismo y el resentimiento marxista. Hay que combatir el capitalismo; pero no para crear, como en el comunismo, miseria y hambre. Hay que combatir el capitalismo; pero no para abolir el mercado, el dinero, la propiedad. Para ponerles límites y mordazas que les impidan devorarnos; para echarlos del pedestal al que han sido izados desde hace dos siglos. Para convertirlos en lo que realmente son: cosa secundaria, subalterna —pero no menos indispensable: ese conjunto de medios con los que subsistir.
Sólo así se podrá responder a las más que legítimas ansias de pan, justicia, bienestar… Lo económico —decíamos— es cuestión subalterna frente a los grandes retos del mundo. Es cierto. Pero también es asunto cuya resolución es tan indispensable como acuciante. No sólo eso: también es factible. Ahí están los bienes, y la tecnología, sobre todo. No para que todos vivan en el igualitario reino de jauja que algunos ilusos prometen. Sí, en cambio, para que cesen la precariedad, la pobreza, la injusticia. Que sólo pueden cesar poniendo coto a la usura y a la codicia, recurriendo a las mordazas de que hablábamos antes. No hay contradicción alguna entre expandir para todos el bien-estar material y alcanzar para el Todo el bien-ser que vertebra. Ambas cosas van de consuno.
¿Y el fascismo? Ya hemos hablado suficientemente de él, de ese fascismo del que importa retener, sintetizando lo dicho, su afán por vertebrar en una unidad superior la multiplicidad hoy inarticulada de individuos, creencias y ansias. Esa unidad fue —puede y debe seguir siendo— la Nación.. Pero una Nación que no puede ni debe, bajo ningún concepto, hacerse nacionalista; una Patria que no puede ni debe envilecerse cayendo en bajezas patrioteras.
La Nación no nacionalista, la Patria no patriotera…, ¿es eso a lo que hoy llaman «sociedad civil», es decir, la sociedad liberada de la política, del poder y del Estado? No, desde luego que no. La Nación no es esa suma de intereses privados, desvinculados del poder, librados de la historia, reducidos al presente. La Nación es indisociable de la historia y del poder, del aliento político que le da forma y fuerza, que le imprime orden y cauce.
La Nación es indisociable del Estado.
Y es ahí donde todo se complica.
¿Estado? —se pregunta Nietzsche—. ¿Qué es eso? Abrid los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, Estado, soy el pueblo».
Lo que Nietzsche llama «pueblo» es lo que aquí llamamos «Nación». Si el Estado moderno es el más frío de los monstruos fríos, ¿cómo no va a quedar pervertida la Nación a la que abraza? ¿No es ésta la razón de que se degenere el gran principio vertebrador que es o puede ser la Nación? ¿Cómo invocar al Estado para que dé forma al Pueblo, cauce a la Nación? ¿No hay que huir de sus garras? ¿No hay que reducir al máximo las competencias estatales? ¿No hay que acabar con esa desmesurada maquinaria burocrática que nos estruja a impuestos, crea la mayor casta parasitaria de toda la historia y se dedica a hurgar en todos los recovecos de nuestra vida?
Por supuesto que hay que acabar con semejante plaga. De esto se trata: de liquidar al monstruo. La paradoja es que, para acabar con él, lo que se impone no es reducir el poder político del Estado. Lo que se impone es devolverle —a él y, a través de él, a la Nación— la naturaleza política que es la suya.
Y que ha perdido. O que se la han birlado. Ha desaparecido de nuestra existencia esa marca del poder y de la historia que Hannah Arendt denomina «espacio público», dominio de lo político. Ha desaparecido lo que antaño era Polis y hoy es «sociedad civil»: ámbito de lo doméstico, suma de intereses particulares cuyo único sentido estriba en satisfacer las necesidades materiales (y de ocio) que se requieren para sobrevivir —o para vegetar.
No es sólo es la sociedad civil lo que ha sustituido al ámbito al que la palabra Polis daba significado. Es el conjunto formado por el Estado y la sociedad civil lo que ha remplazado a la Polis, a su conjunción de poder, destino colectivo, historia… Es cierto que el Estado y la sociedad civil se pelean sin parar. El Estado quiere estrujar y controlar a ésta. Y ésta quiere que el Estado la alimente de servicios… y la deje en paz. Pero ambos buscan lo mismo. Ambos tienen un único horizonte: lo doméstico, lo material. No lo político, no ese aliento superior en el que, a través de instituciones y símbolos, entrelazándose entre sí, vinculándose con los muertos, proyectándose en los venideros, los hombres dejan de estar solos: esos hombres abocados a la fugacidad del tiempo y a la devastación de la muerte —esos hombres que sólo así la vencen.
Los muertos y los venideros, la marca dejada en el tiempo, el destino de un pueblo, su historia… ¡Qué les importan tales fruslerías a la sociedad civil y al Estado! Al «Estado» actual, quiero decir. A esa cosa que se ha vuelto tan doméstica, tan poco política como esa sociedad compuesta de clientes-ciudadanos a los que el «Estado» aplasta con su peso, abraza con sus prestaciones y seduce con sus elecciones en las que les incita a inclinarse cada cuatro años ante su urna de cristal.
De ser político, el «Estado» ha pasado a ser doméstico. Todo se ha hecho privado. Todo se ha domesticado. Empezando por nosotros mismos. «Vuelos domésticos», decimos, por ejemplo, influidos por el país donde domestic equivale a national. Nunca la lengua ha expresado tan fielmente la realidad.
Tengo que reconocerlo, sin embargo. Me equivoqué al decir antes que la Nación, ese principio vertebrador, es indisociable del Estado. Lo es, desde luego; pero no del «Estado» doméstico. Nada tiene éste que vertebrar. Acabemos con él. No sólo con la cosa: también con el nombre. Acabo de ponerle comillas a «Estado», pero las comillas no sirven de nada. Está tan pervertida la institución denominada «Estado», difiere tanto del ámbito político que debería ser el suyo, que no queda más remedio que buscarle otro nombre.
Llamémosle, retomando ecos de nuestra lengua madre, Res Publica: el asunto público, la cosa de todos —de ese todos que es superior a la suma de todos. Res Publica: no el conjunto del «Estado» y de la sociedad civil. Res Publica: el conjunto de todo un pueblo y de todo un poder.
¿Cómo articular, cómo organizar la Res Publica? ¿Cómo estructurar ese todo orgánico hecho de historia y presente, de imperio y mando, de consenso y libertad, para que todos —y el Todo— se reconozcan y afirmen en él? ¿De qué forma, más específicamente hablando, se puede y debe ejercer el poder para que no sea pasto ni de castas parasitarias, ni de cutrerías fanáticas, ni de derivas totalitarias, ni de vacuidades democráticas?
Basta plantear los principios de un nuevo Proyecto instituyente —de un nuevo Mitema, como diría Giorgio Locci— y mil preguntas estallan al instante en nuestras manos. Dejemos su respuesta para otra ocasión —prometo que la habrá. Limitémonos hoy a enunciar los principios generales de semejante Proyecto.
No basta con afirmar la fuerza y grandeza de la Nación, de la Res Publica. Hace falta otra cosa, otro gran principio que, desplegándose en el ámbito de la Polis, le imprima a ésta toda su sustancia y consistencia, la haga elevarse alzada en altos vuelos. Hace falta algo que, manteniéndose fiel a la contrapuesta multiplicidad de las cosas, las deje ser en su más alta riqueza, las deje y haga manifestarse en su más profunda autenticidad.
¿Conocemos algo así? Claro que lo conocemos. Pero, salvo en tiempos remotos, nunca había tenido nada que ver con la Polis. Conocemos el arte, la belleza: esas cosas que para el hombre moderno se reducen al ámbito del gusto y del placer —y placer privado.
Sólo un dios —decía Heidegger, pero se olvidó de precisar: sólo el dios del arte, y arte emplazado en la Ciudad— puede salvarnos.
El arte emplazado en la Ciudad, la belleza y su estremecimiento arraigados en el espacio público: he ahí lo que el filósofo (y activista) italiano Adriano Scianca denomina artecracia.
Artecracia —escribe— no significa pretender llevar la política al arte, sino fundir ambos principios concibiendo la política sub specie artis. Ello significa hacer de la propia comunidad de referencia una obra de arte a construir, […] [desarrollando para ello] un lenguaje que sacuda conciencias y almas, que haga despertar energías ancestrales […],[que implique] razonar primero con las imágenes y luego con los conceptos; cultivar una sensibilidad que, antes de ser política, social y cultural, sea también y sobre todo estética, basada en la aisthesis, en la percepción inmediata y no racional […], seduciendo, en suma, antes de convencer.[6]
Después de referirse al Heidegger que en un cuadro de Van Gogh (Botas de labriego) descubrela verdad profunda del mundo campesino, añade:
Con el arte y a través del arte es como hacemos la experiencia del mundo. […] Aquel que, en un mundo de fealdad tan inaudita como el nuestro, sabe expresar experiencias de belleza, ése es un revolucionario. Contra la desesperanzadora miseria de una democracia que traiciona al demos y teme al kratos, la respuesta subversiva y creativa, vivaz y vital, no puede consistir sino en un proyecto de artecracia.[7]
¿Cómo puede expresarse la artecracia?
Se impone una condición previa: que el arte se mantenga fiel a sí mismo (si no…, ¿para qué?), que el arte siga siendo arte, y arte grande. (De «cultura de gran estilo» hablaba, por ejemplo, Nietzsche; no de grafitis,o de devaneos pop, o de elucubraciones esotéricas). Sentado lo anterior, ¿cómo puede el arte —esa cosa que, en cierto sentido, sólo está al alcance de unos pocos— llegar a impregnar la Res Publica —esa cosa que concierne a todos y al Todo? ¿No tenemos ya bastante con las multitudes que invaden monumentos y museos?
Las multitudes de turistas nada tienen que ver ni con el arte ni con la Res Publica –sólo con la privata. No sé qué, pero algo habrá que hacer algún día para acabar con el turismo masivo y pretendidamente artístico.
Que nadie se haga ilusiones: la artecracia no significa en absoluto «democratizar el arte». No se trata de convertir en artistas a las multitudes —ni siquiera al pueblo que volviera a ser pueblo, que dejara de ser masa. No se trata de repetir aquella barrabasada de los comunistas cuando decretaron en la URSS que sólo se podían autorizar las obras de arte (o de lo que fuera) que hubiesen recibido —además del de los censores— el plácet del colectivo de conserjes y mujeres de limpieza.[8]
Se trata de otra cosa.
Se trata de que sea el espíritu del arte —su emoción, su sobrecogimiento, su misterio, su enigma, su viveza, su júbilo, su goce, su vivacidad, su vitalidad…— lo que impregne nuestra vida, nuestro espacio público, nuestra Res Publica, nuestra comunidad, nuestro destino. Un ejemplo lo ilustrará. Pocos son en el reino de la plutocracia quienes ejercen de banqueros o empresarios, o quienes entienden realmente de banca, economía y altas finanzas. Bastan, sin embargo; son más que suficientes para que sea el espíritu de las finanzas y negocios lo que impregna toda nuestra vida, nuestro ser, nuestro mundo. De igual modo, el día en que la artecracia sustituya a la plutocracia será el espíritu del arte, la impronta de lo bello —no el número de artistas, no la cantidad de amantes de la belleza— lo que impregne la vida, lo que marque al mundo.
Cuando Nietzsche hablaba de los griegos como de «un pueblo de artistas», no de otra cosa estaba hablando.
Artecracia: el mundo marcado por el alto sobrecogimiento denominado belleza. Plutocracia: el mundo marcado por el ruin interés denominado dinero. ¿No es exaltante la alternativa? ¿Conoce alguien un Proyecto más enaltecedor, más grande? ¿No vale absolutamente la pena luchar por él?
Sí, vale la pena. Como la vale también pensar, reflexionar, debatir sobre la manera en la que todo ello —Nación, Res Publica, libertad, poder, economía, jerarquía, artecracia…— pueda y deba articularse, tomar forma. Sí, vale la pena reflexionar y debatir sobre ello. Mucho más que seguir repitiendo desde todos los ángulos posibles e imaginables —pero sin vislumbrar ningún auténtico Proyecto— la misma impugnación, la misma denuncia, la misma crítica de siempre. Por más escrupulosamente elaborada que esté, por más absolutamente indispensable que sea.
[1] Damnatio memoriæ: procedimiento mediante el cual, en la antigua Roma, se borraba cualquier rastro de un enemigo muerto. Es evidente que, en el caso que nos ocupa, más que de damnatio es de falsificatio memoriæ de lo que se debería hablar. Uno de sus procedimientos consiste en la reductio ad hitlerum: esa expresión elaborada por el filósofo judío Leo Strauss, discípulo de Heidegger, por la que cualquier impugnación de los principios del liberalismo queda reducida a una maniobra de inspiración nazi.
[2] No tengo especial apego ni a la vanguardia futurista ni a la expresionista. Es más, en la búsqueda desesperada y exacerbada que las vanguardias emprenden en las primeras décadas del siglo pasado puedo ver dos cosas contradictorias. Por un lado (y ahí me inclino con admiración), un alto vuelo de águilas lanzadas en pos de un sentido que se plasmará en un estallido de formas cuya distorsión no hará sino expresar la de un mundo que ha perdido raíces y firmeza. Pero también puedo ver en esta misma búsqueda exacerbada, en las distorsiones a las que llega, los gérmenes de la degeneración absoluta que se cumplirá no muchos años después, cuando las águilas sean substituidas por el vuelo de gallinas que chapotearán complacidas en la absurdidad y la disolución del sentido. Ahora bien, por grande que haya podido ser tal riesgo, es imposible ver una «degeneración del arte» en aquel extraordinario estallido que fueron el expresionismo alemán perseguido por el nazismo… y el futurismo italiano laureado por el fascismo.
[3] Un ejemplo concreto, espectacular, ilustrará todo lo dicho. Aconteció en los albores de los años ochenta, cuando, por uno de esos milagros que los dioses a veces realizan, el director de uno de los principales semanarios franceses —Le Figaro Magazine, suplemento dominical del periódico de igual título—, se entusiasmó por el pensamiento que, bajo la égida de Alain de Benoist, estaban promoviendo quienes acabarían siendo conocidos como la «Nueva Derecha». Louis Pauwels – escritor famoso y director del semanario en cuestión – les dio las riendas del semanario que, lanzado en octubre de 1978, iba a conocer un éxito imparable. Ya a comienzos de 1979 alcanzaba los 850.000 ejemplares, habiendo llegado a rozar, poco después, el millón (en la actualidad, Le Figaro Magazine obtiene cifras del orden de 400.000 ejemplares).
¡Aquello eran palabras mayores! ¡Aquello ya no era patalear en los márgenes de la Ciudad! Aquello, simplemente…, ¡no se podía tolerar! Y no lo toleraron los poderes fácticos: ni los económicos —grandes grupos publicitarios que, de acuerdo con sus anunciantes, amenazaron con retirar toda su publicidad: ¡hasta para los capitalistas lo ideológico prima a veces sobre el dinero!— ni los poderes mediáticos dominados por la progresía de izquierdas —Le Monde, Le Nouvel Observateur, Libération, Le Canard Enchaîné…— que desde el verano de 1979 lanzaron una brutal campaña de diabolización (cerca de 500 artículos) contra lo que empezaron a denominar «la Nueva Derecha». Todo ello acabó… como se puede imaginar: con la liquidación pura y simple de la experiencia entre 1980 y 1981. Terminada la fiesta, las aguas volvieron a su cauce. Ningún chico de la Nueva Derecha fue encarcelado o perseguido. Todos recibieron su democrático derecho a seguir pataleando en los márgenes de la Ciudad.
[4] Recordemos. Fiume es la ciudad de amplia población italiana —hoy, con el nombre de Rijeka, pertenece a Croacia— que Italia reivindicaba al concluirse la I Guerra Mundial. Las potencias aliadas no se la dieron, y el escritor Gabriele D’Annunzio, heroico soldado de la anterior contienda, la ocupó al frente de un nutrido grupo de voluntarios. Un año entero (de 1919 a 1920) duró el Estado libre de Fiume. Hasta que los intereses de las grandes potencias acabaron con él.
[5] ¿Y en el caso del nacionalsocialismo alemán? También ahí los dos rostros estuvieron presentes, pero de manera tan distinta… También ahí los prolegómenos habían estado envueltos en una gran esperanza. Duraron incluso más que en Fiume: catorce años (de 1918 a 1932) estuvo irradiando aquel estallido cultural, político, intelectual, vivencial… que hoy conocemos como la Revolución Conservadora alemana. Catorce años duró aquella efervescencia que buscando arraigos y raíces —en la tradición, en la historia, en la fuerza vital de la Nación— impugnaba el orden caduco del mundo a la vez que intentaba conservar lo esencial. Aniquilar y conservar: de ahí el oxímoron, casi poético, con que conocemos tal experiencia: revolución conservadora. La conformaban, entre sus autores más grandes, figuras como los hermanos Jünger, Oswald Spengler, el joven Thomas Mann, Werner Sombart, Edgar Jung, el propio Heidegger, Arthur Moeller van den Bruck, el poeta Stefan George y tantos más, entre quienes, como presidiéndolo todo, destacaba la figura emblemática de Nietzsche. Pero cuando todas aquellas inquietudes acabaron adquiriendo auténtica forma política, cuando de las ideas se pasó a los hechos, todo aquel gran vendaval de esperanza quedó arrollado —hasta la cárcel y la muerte en ocasiones— por el otro rostro que se impuso y lo aplastó todo: «el rostro engominado e innoble de ese payaso feroz», como calificaba D’Annunzio a Hitler, mientras trataba sin éxito de convencer a Mussolini de que se alejara de él.
[6] Adriano Scianca, Riprendersi tutto, pp. 52-53 de la traducción francesa (CasaPound: une terrible beauté est née!, Éditions du Rubicon, París, 2012).
[7] Ibid., p. 55.
[8] Reconozcamos, sin embargo, que tampoco andaban del todo desencaminados. Basta, en efecto, ver el sano criterio de las mujeres de limpieza a la hora de retirar de nuestras galerías y museos —abundan los casos— los hierros retorcidos o la basura diversa que unos impostores denominan «obras de arte».
Fuente: El Manifiesto
Creo que debería afiliarse al PNV o a ERC. Ahí encontrará mucho de lo que busca.